Cuenta la leyenda que un lejano país del norte, fue gobernado por un
cruel y sangriento tirano. El pueblo estaba bajo su
yugo y poder, y la esperanza de que algún día éste fuese capaz de volver a ser libres se iba desvaneciendo poco a poco sin remedio
alguno.
Temprano por la mañana, cuando todavía brillaban
las estrellas, el llanto de un varón recién nacido llamado Arturo anunció, sin
que nadie lo supiese aún, la venida de un
libertador. Aquel chico creció como su padre: alto, fuerte, de mirada firme y
segura. E igual que su padre, cuando creció, deseó la libertad de su pueblo a
toda costa, sin importarle arriesgar su vida por los demás. Arturo era orgulloso
y valiente, pero muchos le tomaban por loco, puesto que
todos los que habían osado oponerse al mandato de aquel inicuo rey, tenían la extraña costumbre
de desaparecer misteriosamente sin que nadie volviese a saber nada de ellos,
como si la tierra se los tragase.
Cuando hubo crecido, ya en su primera juventud, solía trepar por un gran
roble al salir de la escuela, en el que se acomodaba y disfrutaba de la caída
del sol, dejando que los últimos rayos le envolviesen en un cálido manto y
disfrutando de aquel tierno abrazo de calor. En esos momentos sacaba su libro
favorito, que tenía las páginas gastadas de tantas veces que lo había leído: “Qué
bella es la libertad”. Esta era la fuente
de esperanza que le ayudaba a seguir a delante,
sufriendo las subidas de impuestos, los abusos y las ofensas que la corte que
rodeaba al tirano lanzaba al pueblo sin remordimientos.
La triste rutina de siempre empezaba cuando la puerta de su casa
chirriaba ruidosamente, dejando escapar los llantos, gritos y enfados de sus
padres, que no tenían con qué alimentar a su familia. Sin mediar palabra
alguna, subía corriendo a su habitación en la buhardilla, en donde una gélida corriente de aire entraba por los
múltiples agujeros, haciendo que la habitación pareciese un queso gruyere. La luz de la luna y las estrellas se sumaban
al frío, llevándole a pensar en lo lejanas
que estaban, libres y distantes del triste mundo en el que vivía. Y las
envidiaba. Solo la almohada era testigo de las lágrimas llenas de tristeza y
desolación que recorrían las mejillas de aquel pobre muchacho.
Unos molestos y cegadores rayos de sol le ayudaron a despertarse y a
dirigirse a buscar su propio desayuno; pero él solo tenía una idea en su
cabeza: aquella pesadilla tenía que acabar. Estaba decidido. Se encaminó hacia
el mercado que en aquel día de feria bullía de gente que trabajaba e
intercambiaba su sudor y esfuerzo por unas míseras monedas. Se dirigió hacia la
herrería donde su ya cansado padre trabajaba junto al yunque y al intenso calor
que desprendía la gran fogata que siempre tenía viva. Antaño, sus enormes y
fuertes brazos le habían abrazado, pero ya había crecido y, esta vez, le venía a ver por otro motivo: venganza. Su
padre le dirigió una mirada vacía que no supo descifrar, pero cuando una leve
sonrisa comenzó a formarse en su rostro moreno, algo inusual en él, se tranquilizo un poco, no sin antes preguntarse a que vendría. Arturo le susurró
unas palabras al oído con voz segura y la sonrisa de su padre se ensanchó, como
si sus sospechas se hubiesen confirmado.
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