Acto seguido, su padre se quitó el pesado delantal de cuero y, con un ligero gesto
de mano, le indico que le siguiese. Le condujo hasta el sótano por un oscuro
pasillo que olía fuertemente al óxido acumulado en la herrumbre. La débil luz
que desprendía una antorcha indicó el final del trayecto, que acababa en una sólida y maciza puerta de madera, la cual estaba curiosamente reforzada
con hierros y candados. El agudo chirrido que emitió la puerta al abrirse le hizo
suponer que debía de haber pasado bastante tiempo sin que nadie hubiese entrado
en ese lugar. Arturo, con el corazón en un puño, entró en una sala circular con
un techo abovedado y creyó ver imágenes de grandes hazañas
y gestas heróicas en él. Cuando sus ojos se fueron acostumbraron a la intensa
oscuridad, logró distinguir grandes baúles y armarios, todos fuertemente sellados y, algunos decorados con relieves que, con el paso del
tiempo se habían vuelto imposibles de ver con claridad.
Su padre fue directo hacia el baúl más
grande y se dispuso a abrirlo. Arturo no se esperaba otra cosa que herramientas
carcomidas, hierros oxidados y metales roídos por el paso del tiempo. Cuando vio
su contenido se quedó de piedra y por un instante, se olvidó de cerrar la boca. Dentro había armas
en abundancia, tantas como para poder equipar a un pequeño ejército. Antes de que pudiese preguntar
nada, su padre ya había empezado a hablar. En seguida le contó una historia que
él mismo había vivido en primera persona. “De
joven, hijo –le comenzó a contar su padre-, cuando yo tenía tu edad, quizá un
poco más, decidí provocar una rebelión junto a otros compañeros míos, fanáticos
como yo, deseosos de acabar con la tiranía de aquel rey que nos gobernaba.
Creíamos que todo iba a salir bien, pero alguien habló más de la cuenta y allí
fue cuando nos percatamos de que no habíamos pensado en
los demás, ni en las trágicas consecuencias que acarrearía el plan si salía
mal. Y así fue como, por nuestra culpa y
nuestra joven locura, centenares de niños, mujeres y ancianos inocentes fueron
quemados, torturados y ejecutados a sangre fría. Arturo, hijo mío, yo no quiero
que sigas por mi camino, porque yo tuve suerte, pero tú puedes acabar muy mal”-concluyó.
Arturo no se tomó a bien estas palabras y no le creyó. Su tozudez era
grande y como nadie se fiaba de aquel pobre y loco muchacho, decidió emprender
un viaje por su cuenta, en busca de hombres fieles que pudiesen servir a su
causa. Prometía grandes y cuantiosas ganancias, pero al igual que en su hogar,
le acababan echando a patadas de todos los lugares, hasta que aprendió a ser
discreto y a contar su historia en secreto.
“Hoy, ese chico, Arturo, podría estar en este
momento a tu lado contándote una historia parecida–dijo nuestro misterioso
personaje mientas miraba fijamente a los ojos del chico-. ¿Crees
que estarías dispuesto a unirte a su partida? Yo que tú, muchacho, esta noche
me lo pensaría antes de irme a dormir e iría en busca de este valiente hombre que vaga en solitario por el mundo, con la sola intención de ayudar a
su desdichado reino.
Aquella noche, el mozo de la taberna pensó que para qué servía una vida si no era para
entregarla al servicio de una buena causa. Y así fue como Arturo consiguió al
primer capitán y más fiel de sus hombres, que
más tarde dirigiría un gran ejercito para liberar, por fin, al pueblo que
estuvo a punto de sucumbir en la miseria, en la injusticia y en el olvido.
FIN