lunes, 13 de junio de 2016

Por una buena causa. Parte 3.


Acto seguido, su padre se quitó el pesado delantal de cuero y, con un ligero gesto de mano, le indico que le siguiese. Le condujo hasta el sótano por un oscuro pasillo que olía fuertemente al óxido acumulado en la herrumbre. La débil luz que desprendía una antorcha indicó el final del trayecto, que acababa en una sólida y maciza puerta de madera, la cual estaba curiosamente reforzada con hierros y candados. El agudo chirrido que emitió la puerta al abrirse le hizo suponer que debía de haber pasado bastante tiempo sin que nadie hubiese entrado en ese lugar. Arturo, con el corazón en un puño, entró en una sala circular con un techo abovedado y creyó ver imágenes de grandes hazañas y gestas heróicas en él. Cuando sus ojos se fueron acostumbraron a la intensa oscuridad, logró distinguir grandes baúles y armarios, todos fuertemente sellados y, algunos decorados con relieves que, con el paso del tiempo se habían vuelto imposibles de ver con claridad.
Su padre fue directo hacia el baúl más grande y se dispuso a abrirlo. Arturo no se esperaba otra cosa que herramientas carcomidas, hierros oxidados y metales roídos por el paso del tiempo. Cuando vio su contenido se quedó de piedra y por un instante, se olvidó de cerrar la boca. Dentro había armas en abundancia, tantas como para poder equipar a un pequeño ejército. Antes de que pudiese preguntar nada, su padre ya había empezado a hablar. En seguida le contó una historia que él mismo había vivido en primera persona. De joven, hijo –le comenzó a contar su padre-, cuando yo tenía tu edad, quizá un poco más, decidí provocar una rebelión junto a otros compañeros míos,  fanáticos como yo, deseosos de acabar con la tiranía de aquel rey que nos gobernaba. Creíamos que todo iba a salir bien, pero alguien habló más de la cuenta y allí fue cuando nos percatamos de que no habíamos pensado en los demás, ni en las trágicas consecuencias que acarrearía el plan si salía mal. Y así fue como, por nuestra culpa y nuestra joven locura, centenares de niños, mujeres y ancianos inocentes fueron quemados, torturados y ejecutados a sangre fría. Arturo, hijo mío, yo no quiero que sigas por mi camino, porque yo tuve suerte, pero tú puedes acabar muy mal-concluyó.
Arturo no se tomó a bien estas palabras y no le creyó. Su tozudez era grande y como nadie se fiaba de aquel pobre y loco muchacho, decidió emprender un viaje por su cuenta, en busca de hombres fieles que pudiesen servir a su causa. Prometía grandes y cuantiosas ganancias, pero al igual que en su hogar, le acababan echando a patadas de todos los lugares, hasta que aprendió a ser discreto y a contar su historia en secreto.
Hoy, ese chico, Arturo, podría estar en este momento a tu lado contándote una historia parecida–dijo nuestro misterioso personaje mientas miraba fijamente a los ojos del chico-. ¿Crees que estarías dispuesto a unirte a su partida? Yo que tú, muchacho, esta noche me lo pensaría antes de irme a dormir e iría en busca de este valiente hombre que vaga en solitario por el mundo, con la sola intención de ayudar a su desdichado reino.
Aquella noche, el mozo de la taberna pensó que  para qué servía una vida si no era para entregarla al servicio de una buena causa. Y así fue como Arturo consiguió al primer capitán y más fiel de sus hombres, que más tarde dirigiría un gran ejercito para liberar, por fin, al pueblo que estuvo a punto de sucumbir en la miseria, en la injusticia y en el olvido
FIN

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